Un blog de Miguel Ángel López Molina miguel@ylogica.com
Érase una vez una bulliciosa ciudad en la que los corazones transitaban veloces a ninguna parte, donde las palabras sin vida colgaban de un triste WhatsApp y en la que el amor y la compasión compartían mesa con la indiferencia. En ella había un hombre llamado Samuel que era famoso por ser un avaro y cruel ejecutivo, con un corazón tan frío como la nieve que cubría las calles de la ciudad en aquella Nochebuena. Sus empleados vivían con el temor de un “Bah, patrañas!” cada vez que intentaban expresar un poco de espíritu navideño.
Pero la vida de Samuel dio un giro inesperado, un cambio de redención y transformación.
Esa noche, Samuel llegó a su lujoso apartamento y se hundió en su soledad. Pero esta vez, todo sería diferente. Mientras estaba sentado en su sillón de cuero, mirando con desgana el televisor que por casualidad estaba sintonizado en un canal donde daban una versión moderna de " Un Cuento de Navidad", Samuel se puso a pensar en su propia vida.
De pronto, una densa y extraña niebla llenó la habitación y una figura tenue, etérea y quizás algo irreal, apareció ante él. No era un fantasma, sino una versión más joven de Samuel, recordándole los días en que la alegría y la generosidad aún habitaban en su corazón.
"Samuel, has olvidado el verdadero significado de la Navidad", dijo la figura. "Es hora de que recuperes la luz y la bondad que una vez tuviste".
Con un parpadeo, Samuel se vio en las calles iluminadas por las luces navideñas, pero ahora era un espectador invisible. Vio a sus empleados, a sus vecinos y a personas sin hogar, todos compartiendo sonrisas y calidez. En ese momento, sintió un nudo en la garganta, algo que no había sentido en años.
La siguiente visita lo llevó al pasado, recordando momentos felices y tristes que habían forjado su carácter. Recordaba con nostalgia el rostro alegre de su padre, bajando por la calle asfaltada de barro, con una caja de cartón llena con una botella de anís, otra de coñac y aun otra de licor de menta. Había también dos tabletas de turrón, una bolsa con piñones y otra de polvorones. Corría hacía él dando saltos, era el niño más feliz del mundo. Recordaba también a su madre hacer milagros con la no muy abundante comida que había en casa ¡todo le parecía poco para sus hijos! Sus amigos, su familia, su tío cantando villancicos mientras hacía sonar rascando con una cuchara una botella vacía de anís La Asturiana. Pero Samuel vio también su propio rostro endurecido por las vivencias, y se preguntó cómo había dejado que el rencor ensombreciera su espíritu.
Luego, el espectro lo llevó al futuro. Vio el resultado de su vida egoísta: un futuro oscuro y solitario. Fue un despertar, un recordatorio de que aún podía cambiar su destino.
De vuelta en su apartamento, Samuel se despertó sobresaltado, pero esta vez no había espíritus a su alrededor. En ese preciso instante decidió tomar las riendas de su propia vida. Salió a las calles, buscó a sus empleados, a las personas necesitadas, y compartió su abundancia. También compartió su vida, su alegría, sus ganas de vivir. Le quedaba en el bolsillo el dinero justo para que ni tan siquiera valiera la pena robarle, pero por primera vez en mucho tiempo, era feliz.
La transformación de Samuel no pasó desapercibida. La ciudad se iluminó con una nueva energía y esperanza, y la nochebuena se convirtió en una celebración para todos. Samuel descubrió la alegría de dar y la gratitud que brota del corazón generoso.
Y así, en la ciudad que nunca duerme, Samuel encontró su propia redención y escribió un nuevo capítulo en su vida. La historia de un hombre que aprendió que el verdadero regalo de la Navidad no es lo que recibimos, sino lo que damos.
¡Feliz Navidad!
Miguel A. López Molina
22/12/2023
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