Un blog de Miguel Ángel López Molina miguel@ylogica.com
“Tan implacable es el paso del tiempo que, a su paso, borra incluso las huellas del pasado.”
Miguel A. López
Fotograma de El Dorado "Revolver"
El Dorado no era un champú, pese a lo que dijera Sabina en la inigualable “Peces de Ciudad”. Mi amigo Pepe se emociona cada vez que escucha la música y la voz de Carlos Goñi (Revólver) cantando y contando la historia de El Dorado... y no es para menos. Podría ser la historia de nuestros padres, la nuestra, la de todos.
La historia de mis amigos y la mía propia, fue la de unos niños que crecieron en un rincón olvidado de la España de los 60 y 70. Un lugar donde los cromos eran la verdadera moneda de cambio y las rodillas se tatuaban con barro. Un lugar donde soñar era gratis, pero hacer realidad esos sueños… bueno, esa ya era otra historia
Nuestros padres fueron una generación de soñadores que no se dejó asustar por los kilómetros, ni por la certeza de que lo suyo no era un destino de héroes ni de grandes descubridores. Venían de lugares donde las calles llevaban incrustadas el polvo de siglos, donde las montañas, los ríos y las huertas guardaban secretos de antepasados. Pero dejaron todo atrás en busca de una promesa: la de encontrar su propio El Dorado.
Nuestros padres no buscaban oro ni gloria; buscaban un lugar donde el esfuerzo y la dignidad dieran frutos. Así, a cientos de kilómetros de la tierra que los vio nacer, en interminables jornadas de trabajo, con las manos endurecidas y las espaldas cargadas de cansancio, forjaron su destino en las obras, fábricas y talleres. Fueron extremeños, castellanos, andaluces… hombres y mujeres que, día tras día, construían su propio ideal de vida. Trabajaban y volvían tarde, mientras nosotros, sus hijos, aguardábamos en casa sin entender del todo, mirando el reloj o esperando el sonido de la puerta que, al fin, se abría
Recuerdo a mi madre con la piel reseca y el cansancio en los ojos, pero siempre con una sonrisa para nosotros, sus hijos. Era amor en estado puro, dedicación y esfuerzo constante, una brisa suave enfrentando la adversidad. Mi padre, no fue a ninguna de las reuniones del colegio, ni a esas funciones de teatro que ahora hacen por Navidad. Cambió el verme crecer por algo tan sencillo y necesario como que cada día hubiera algo para comer. Tenía las manos llenas de cortes y cicatrices que nunca sanaban, de tanto forjar hierro, moldeando no solo su vida, sino la nuestra. Esa fue su historia; sin embargo, en algún rincón de su mirada, asomaba ese brillo, esa chispa de esperanza, de quien aún sueña con alcanzar el maldito El Dorado.
Años después, sin darme cuenta, seguí el mismo camino. Creía que mis sueños eran diferentes, que mis metas eran propias, pero ahí estaba yo, corriendo tras una versión renovada de ese El Dorado, sin darme cuenta de que iba dejando atrás momentos, pedazos de vida, tiempo que ya nunca iba a recuperar. También cometí mis errores; también sentí que, cuanto más avanzaba, más lejos parecía estar esa meta esquiva.
Ahora, después de ver tanto tiempo a mis padres luchar, recordando cómo entregaron sus mejores años persiguiendo un sueño que nunca dio lo prometido, he aprendido algo importante: El Dorado no está en los grandes éxitos ni en las metas inalcanzables.
Quizás ellos lo encontraron sin darse cuenta, en las pequeñas victorias: en las sonrisas al volver a casa, en la cena de un domingo, en la certeza de que su esfuerzo nos daba una vida mejor, una oportunidad que ellos jamás tuvieron.
Así que, cuando sientas la tentación de correr tras un ideal, recuerda: El Dorado no siempre está donde nos hacen creer. A veces, está mucho más cerca de lo que imaginamos: en las pequeñas cosas, en quienes nos acompañan, en los amigos que permanecen y en la paz de saber que hemos dado lo mejor de nosotros mismos.
Porque al final, como aprendimos de quienes nos precedieron, no se trata de alcanzar la meta, sino de valorar qué dejamos en el camino y con quién compartimos cada paso.
Miguel A. López Molina
22/11/2024
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