A veces, la soledad se presenta disfrazada de silencio, como un visitante inesperado que no necesita tocar la puerta para entrar. Podemos sentirla incluso en medio de una multitud, esconderse detrás del brillo frío de una pantalla o aparecer al final del día, cuando las palabras, las risas y los planes quedan en el aire como ecos lejanos.

Vivimos en una época que demoniza la soledad, como si fuera un monstruo al que debemos derrotar con ruido, redes sociales, eventos interminables y la perpetua ocupación de nuestras mentes. Pero ¿alguna vez nos hemos detenido a escuchar lo que tiene que decirnos? Porque la soledad no siempre es una condena; a veces es un regalo disfrazado de tristeza.

A menudo, la soledad nos enfrenta con nuestros miedos, nos muestra nuestras inseguridades, los complejos que guardamos como secretos inconfesables y las heridas que aún no nos atrevemos a sanar. Sí, puede ser incómoda, incluso dolorosa, pero también es honesta. La soledad no nos adula ni nos miente; simplemente nos pone frente al espejo.

Y, sin embargo, hay días en que su abrazo es como un refugio en medio de la tormenta. Cuando dejamos de luchar contra ella y aprendemos a estar a solas, descubrimos un tipo de paz que el ruido nunca podrá darnos. 

Es curioso cómo la tememos y la buscamos al mismo tiempo, como si intuyéramos que en ella se esconde algo valioso. La soledad, esa compañera a menudo subestimada, nos recuerda una verdad sencilla pero poderosa: el viaje de la vida, aunque lleno de encuentros y despedidas, es, en esencia, un viaje hacia uno mismo.

No la temas, en su silencio se esconden las lecciones que el ruido  nunca podrá enseñarte, y en su calma, el eco de lo que verdaderamente eres.

Miguel Angel López Molina

13/12/2024