Un blog de Miguel Ángel López Molina                                                                                                                   miguel@ylogica.com  

 

"No tendrás nada y serás feliz"
Un día en la vida de Javier, en un futuro no tan distante

"La única forma de ser libres, nos decían, era renunciar a todo, mientras quienes nos vendían esa idea acumulaban más poder y riqueza que nunca."

Miguel A. López

La dichosa frase estaba por todas partes y en todos los idiomas posibles: carteles en las calles, notificaciones emergentes en los dispositivos, discursos políticos. Una promesa repetida tantas veces que ya resonaba más como una orden que como un eslogan. Pero ¡está bien! tocaba ser optimistas, ¿no? "Es por tu bien", decían. "Es el futuro", insistían. "Es lo que la humanidad necesita".

                                                                                         I

Javier se dejó caer en el sofá cama de su pequeño cubículo alquilado, mientras el dron dejaba la comida del día en la puerta: alguna pasta sintética con sabor a "carne de origen vegetal". "Sostenible", le llamaban. A Javier le sabía más a cartón mojado que a comida, pero la carne de verdad era un lujo de otra época, algo que solo esa forma de dioses modernos llamada – élite- podían degustar en algún restaurante exclusivo.

Nadie poseía nada material, ni propiedades, ni objetos…por no tener, ni siquiera tenían privacidad. Todo se compartía bajo el disfraz de una solidaridad global que olía más a control que a verdadero altruismo. "La felicidad es no preocuparte por lo material", repetían los influencers de la conformidad. Pero Javier no era ingenuo; veía cómo la balanza siempre caía del mismo lado.

Mientras él y los demás obedecían, los que no producían nada, los burócratas, tecnócratas y oligarcas globales, vivían en sus rascacielos de cristal, dictando normativas sobre sostenibilidad desde la comodidad de sus tronos globales. ¿Y qué hacía el resto? Seguirles el juego. Viviendo en casas alquiladas por el Estado, usando coches compartidos cuando les daban permiso, y pagando —de alguna manera— por respirar el aire "purificado" de las zonas menos contaminadas. Y mientras tanto, las grandes decisiones se tomaban en despachos lejanos, a puertas cerradas, lejos de la plebe.

                                                                                                                                       II

A Javier le resultaba irónico cómo aquellos que jamás habían producido nada tangible controlaban ahora todos los aspectos de la vida. La economía se movía en torno a favores, no a la creación de riqueza. Él, como muchos otros, simplemente intercambiaba tiempo por migajas. Y cada vez era más evidente que el verdadero poder no residía en el trabajo duro, sino en tener las conexiones correctas. Ascender no era cuestión de mérito, sino de saber jugar al ajedrez del soborno y la influencia.

Javier recordaba tiempos en los que aún se hablaba de "mérito" y "progreso personal". Eso fue antes de que el conformismo se convirtiera en la nueva religión. "La riqueza es un estorbo", proclamaban los medios, mientras los verdaderamente ricos acumulaban más poder que nunca. Intentar prosperar estaba mal visto, y los que lo hacían eran tachados de "insolidarios". Al parecer, era mejor ser feliz con nada que intentar cambiar el sistema. Porque claro, ¿qué podría salir mal cuando todo lo decide una élite "bienintencionada"?

Cada vez que Javier encendía las noticias, escuchaba el mismo sermón: crisis climática, conflictos geopolíticos, migraciones masivas. Siempre había una nueva excusa para justificar el futuro impuesto. Se hablaba de un crecimiento global estancado, pero nadie mencionaba que los que estaban al mando ni sabían —ni querían— crear un sistema bueno para todos. Los recursos se concentraban en manos de unos pocos, mientras el resto era tranquilizado con distracciones digitales, comida sintética y la bonita idea de que "no necesitar nada era la clave de la felicidad”.

 

                                                                                                                                   III

 

Una tarde, mirando abstraído por ventana de su apartamento, Javier comprendió algo que llevaba tiempo sospechando: la corrupción ya no era un defecto del sistema. Ahora era el sistema. No había secretos; las decisiones se tomaban mediante sobornos y tratos en la sombra, y a nadie le importaba. Las leyes, que supuestamente debían proteger a la gente, ahora solo servían para blindar a los poderosos de cualquier intento de resistencia.

La honradez se había convertido en una especie de sacrificio inútil. Los pocos que intentaban mantenerse fieles a sus principios eran tachados de "utópicos", "retrógrados" o "antisociales". Y, sinceramente, ¿quién podía culparlos? Vivir honestamente era una sentencia de precariedad, mientras los corruptos ascendían sin pestañear. Al final del día, la única opción real era seguir fingiendo o rendirse a la cruda realidad: la sociedad estaba condenada.

Pero había una cosa que Javier no estaba dispuesto a aceptar: la resignación. Sabía que no era el único que pensaba así. De vez en cuando, en los rincones más oscuros y escondidos de las redes, se encontraban voces que recordaban otro tipo de mundo. Un mundo donde se podía aspirar a algo más que simplemente "no tener nada y ser feliz". Un lugar donde las oportunidades no eran trampas, y donde la felicidad no se compraba a costa de la pobreza disfrazada de virtud.

Quizás, solo quizás, aún había tiempo para cambiar el guion.

"En un mundo donde la felicidad se compra con la renuncia, te das cuenta demasiado tarde de que la verdadera riqueza era la libertad que perdiste."

Miguel Á. López Molina

18/10/2024

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