Un blog de Miguel Ángel López Molina miguel@ylogica.com
En ese difícil equilibrio entre ahorrar para el futuro y disfrutar del dinero, yo, ferviente defensor de la idea de que el ahorro brinda libertad, quiero decirte algo importante: no tengas miedo de disfrutar pequeños placeres. El dinero no debe dominarnos, sino ser nuestro aliado en la búsqueda de nuestros sueños. La jubilación, un destino incierto al final del camino, rara vez se alcanza con precisión matemática. Quienes se aferran demasiado al ahorro corren el riesgo de despedirse en soledad. He aprendido que la verdadera felicidad no reside solo en lo material, sino en el trabajo bien hecho y en los momentos compartidos con quienes apreciamos.
"En las estribaciones de la vejez, cuando los lunes te toque echar migas a las palomas y hayas redactado tu testamento en el respaldo del banco, echaras de menos aquellos días donde tu hogar y tu riqueza eran el tiempo compartido con aquellos que amabas".
M.A. López
La historia de Juan se asemeja a un río que fluye a través del cauce de experiencias y relaciones, arrastrando vivencias hacia el mar. La historia de Juan es la historia de cualquiera de nosotros.
Juan, el tipo más austero que jamás pisó este mundo, tenía la sonrisa de un banquero en quiebra. Su éxito empresarial se cimentó sobre una base de prudencia, como si hubiera estudiado en la “Universidad de la Abstinencia Financiera”. Pero, amigo mío, la vida es como un cóctel mal agitado: siempre hay una aceituna que se escapa y termina flotando en el vodka.
¿Cuántas veces nos aferramos al mañana, a ese futuro incierto que promete seguridad y tranquilidad? Juan, con su traje gris y su corbata de saldo, era el campeón mundial en el arte de acumular sin excesos. El ahorro, para él, era como un amuleto contra la adversidad. Pero ¿a qué precio? El tipo descubrió tarde, cuando el dolor en el pecho se hizo insoportable, que la austeridad también puede ser un veneno. Su corazón, ese órgano tan dado a las metáforas, se rebeló. ¡Quería vivir, joder! no solo sobrevivir.
Fue en el hospital, camino hacia la incertidumbre, donde Juan entendió la lección más valiosa: “No es preciso sobrevivir a un ataque al corazón para empezar a vivir la vida que de verdad deseamos”. Los humanos, criaturas tercas y olvidadizas como ninguna, solo comprendemos cuando perdemos algo. El crecimiento, paradójicamente, llega con los errores, con las pérdidas. Para descubrir que quieres algo, a veces debes perderlo antes. Y Juan, con su suero y su bata de hospital, se convirtió en un gurú de la obviedad.
El vino caro, las sobremesas compartidas con familiares y amigos, esos pequeños placeres que postergamos en aras del mañana… Juan los saboreó tarde, cuando la muerte asomaba cerca. Y entonces, solo entonces, la suerte se hizo necesaria. Cruza los dedos, decía, para que no sea demasiado tarde. Pero, queridos amigos, la suerte es como un gato esquivo: aparece cuando menos la esperas y se esfuma antes de que puedas acariciarla.
La competición, esa carrera desenfrenada por acumular riquezas, termina un día sin previo aviso. Nadie en el cementerio se fija en el dinero acumulado. Las lágrimas, los abrazos, los recuerdos compartidos, eso es lo que perdura. El impacto que dejaste en los corazones, eso es lo que cuenta. Y Juan, con su sonrisa de banquero en quiebra, se dio cuenta de que la vida no es un balance contable. Es un vals desafinado, una partitura llena de notas equivocadas.
Así que, amigo mío, no temas al derroche. El dinero es como un billete de lotería: puedes guardarlo en el bolsillo y esperar a que te toque la suerte, o puedes gastarlo en una buena cena y brindar por la vida. Porque al final, cuando la partida termine, nadie preguntará cuánto ahorraste. Solo recordarán cómo amaste, cómo reíste, cómo viviste. Y eso, querido amigo, no tiene precio.
Miguel A. López Molina
16/02/2024
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